No sé ustedes, pero para mí, la comida siempre ha sido más que solo combustible: es una manera de viajar sin moverse del lugar, un puente hacia la memoria, y, muchas veces, un abrazo en forma de plato caliente.
La empanada perfecta en una esquina cualquiera
Una vez, caminando por Bogotá, me encontré con un puesto de tacos callejero que no prometía mucho a simple vista. Pero el aroma... oh, el aroma era una invitación directa. Pedí una empanada y fue una explosión de sabor: carne jugosa, un huevo perfectamente cocinado, un poco de quesito en su punto. No sé si era el hambre o la magia del momento, pero ese taco me enseñó que la comida más simple, cuando se hace con amor, puede convertirse en un recuerdo imborrable.
Un pastel casero y las mañanas lentas
Durante la pandemia, como muchos, me animé a hornear pan. Al principio fue desastre tras desastre, pero luego de varias harinas derramadas y levaduras rebeldes, logré mi primer pastelito con chips de chocolate por dentro y esponjoso por fuera. Ese aroma saliendo del horno se convirtió en parte de mis mañanas favoritas, acompañado de chocolate caliente y música suave. Un pequeño lujo cotidiano.
Más que sabores, historias
Lo que más me gusta de hablar de comida es que, en realidad, estamos hablando de personas, de historias, de culturas. Cada receta tiene una abuela detrás, una tierra, una tradición. Comer bien no es solo comer rico: es entender de dónde viene lo que hay en tu plato.
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